Hoy en día, la competencia es feroz en casi todos los sectores empresariales y las industrias. La constante aparición de nuevos productos, formas de distribución y modelos de negocio, apoyados por los vertiginosos avances tecnológicos, hace que las reglas básicas del juego también cambien constantemente. La democratización de la tecnología y las fuerzas de la globalización han acabado con las principales ventajas competitivas de las grandes corporaciones de antaño. La propiedad sobre un proceso productivo o la cercanía a los consumidores y las fuentes de capital ya no implican una ventaja diferencial significativa. El compromiso del factor humano más capacitado para con la organización tampoco suele durar tanto como antes, y más bien está a disposición del mejor postor. En definitiva, las barreras de entrada que solían proteger a muchas industrias y sectores ya no existen o son insignificantes.
Estos cambios en las condiciones del entorno han trasladado el foco de la verdadera ventaja competitiva a las capacidades de la estructura organizacional. Es decir, la forma particular en la que esta es capaz de conseguir sus objetivos estratégicos. Esas capacidades básicas –ventajas de diferenciación, ventajas en costes y/o ventajas de márketing– deben combinarse con la habilidad de adaptación a los cambios en el entorno competitivo, las necesarias alteraciones en la estrategia y la inevitable pérdida de personal clave.
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